El depósito que levantó Josep Fontseré en 1874 reúne las virtudes de la buena construcción, de la facilidad para adaptarse a usos cambiantes y de la capacidad para entender y mejorar el sitio donde está situado. Un magnífico ejemplo de buena arquitectura.
El edificio estaba en perfectas condiciones físicas después de que se utilizara como pabellón en la Feria Internacional de 1888 y posteriormente acogiera un centro hospitalario, un almacén municipal, un plató cinematográfico y se convirtiera también en punto importante de descanso de numerosas aves migratorias.
El proyecto propuso derribar todas las divisiones interiores, la parte central del forjado intermedio, y abrir cinco lucernarios en el centro geométrico de la cubierta que equilibraron la luz perimetral y establecieron una relación visual y caleidoscópica entre el interior y la azotea. Por cuestiones de seguridad, en la gran masa de agua que se había previsto almacenar nunca se le permitió llegar al borde superior del depósito y la nueva propuesta la sustituyó por una fina lámina situada en lo alto. Mejoró así la antigua imagen del estanque permanentemente medio vacío y se resolvió el problema de las cargas verticales, acciones sísmicas y estanqueidad al disminuir el peso y formar una cámara intermedia de seguridad entre el fondo del nuevo vaso y el antiguo.
En cuanto al interior, dos elaboradas piezas prefabricadas de hormigón, una como forjado y otra como soporte, organizaron unos altillos discontinuos a tres metros de altura sobre el suelo de la sala. Tratados como muebles en el enorme espacio, aumentaron la superficie de uso, contuvieron todas las voluminosas instalaciones que el edificio necesitaba y dieron lugar a una gran diversidad de espacios de lectura, desde unos muy recogidos y caseros a otros con visiones más amplias y alturas espectaculares.
Si exceptuamos las nuevas claraboyas, todo, incluido el nuevo estanque, se superpuso delicadamente sobre el edificio sin herirlo. Todo podía desmantelarse para que apareciera de nuevo el soporte original intacto. La búsqueda de la expresión formal de esta estrategia guió al proyecto en todos sus aspectos. De nuevo un ejercicio de reflexión sobre la relación entre arquitectura y decoración.
La rehabilitación convirtió el depósito en la Biblioteca de la Universidad Pompeu Fabra, con sede en los cuarteles vecinos. Valora el espacio disponiéndose en su interior en forma de intervención completamente desmontable. Los pisos superiores quedan formados por un sistema de piezas prefabricadas de hormigón apoyadas directamente en el suelo. El conjunto es un gran mueble que potencia la belleza del espacio interior. El centro del espacio se deja vacío, con las mesas directamente debajo de las bóvedas. Resulta agradable visitar el interior y comprobar la potencia de este espacio central y, por contraste, la calidez de los rincones que forman las distintas salas de lectura pequeñas.